Por Antonio José Rodríguez García
Hoy es
mi día. Me encuentro en el campo de batalla. Las sinuosas dunas de Maspalomas
añaden un idílico condimento a la contienda. Al frente un ejército de
semejantes condiciones espera cautelosamente nuestra inicial abatida. A mi lado
están mis compañeros de promoción con sus escudos en forma de conchas en honor
a aquel niño que quería meter todo el agua del mar en un hoyo en la arena de
quién sabe qué playa. En el pecho y protegiéndonos de todo perjuicio lucimos la
cruz de San Agustín que interrogándose por misterios indescifrables le inquirió
a aquel muchacho sobre la imposibilidad de su hazaña. Me parece tan lejanas
aquellas miniaturas escaramuzas cuando me escondía doblado tras mis recios
colegas. Empiezo a golpear mi escudo y al unísono el resto saben que formaremos
un muro de piedra infranqueable e imposible de desmotivar. Justo detrás de mí
está mi rey, por el que daría mi vida y que me ha otorgado que sea yo quién
lance el grito eufórico del inicio del ataque. Aunque mayor y de movimientos
toscos y lentos, sabe darnos el aliento necesario para no desfallecer en
la contienda. No le fallaré. Cercanamente se encuentran nuestros dos
sacerdotes: uno lúcido y sincero, de movimientos rápidos y repleto de fe en
ellos, el otro oscuro y aterrador a todas horas con maleficios y comentarios
punzantes. Mientras el primero nos bendice desde lejos preparando su habitual
triada de escuderos en un pequeño flanco, el otro ya desenvaina su espada
deseando clavar su metal sin pudor ni arrepentimiento. Suenan a los flancos los
bramidos de nuestros corceles. Se llaman Día y Noche. No sabría decir si son
ángeles o están endemoniados. Son capaces de saltar sobre nuestras cabezas y
acertar con la más mortífera coz sobre nuestro enemigo. Tan pronto aparecen por
los campos más brillantes como se desvanecen en las opacas sombras. Son arietes
que se sacrifican sin dudar buscando con doble objetivo ser quienes nos
hipnoticen con su virilidad sin llegar a sobrecargarse en sus cometidos.
También hemos construido de nuevo unas torres desde donde catapultamos tanto
ardientes flechas , aceite hirviendo y rocas descomunales. Es el rey quien una
vez empezada la contienda decide que flanco debemos apabullar quedando a buen
recaudo de posibles contraataques. Los silbidos de las saetas, los gritos
aterradores y los estruendos de impactos en tierra nos indican lo cerca de lo
que nos encontramos de una muerte gloriosa o de la ansiosa victoria. En todo
caso sería como llegar con nuestras torres al séptimo cielo. Y ahora os quiero
hablar de nuestra gran dama de la cual confieso estar enamorado pues todo en
ella es belleza y destreza. Aunque parezca mentira, tiene mejores movimientos
que un hombre, siempre acude a la ayuda de la amenaza que se presente y en
muchas de las lides es quien ha dado el último y definitivo golpe al monarca
enemigo.
Llegó el momento. Todos me miran. Mis compañeros golpeando sus
espadas me alientan a iniciar la carrera. Relinchos, rezos, olor a fuego, la
reina me sonríe y el rey asiente con la cabeza … me giro y con un alarido que
sale erupcionado de mis entrañas grito: e4!!!
Antonio Rodríguez (dcha.), haciendo entrega del original de "77 batallas"
a Agustín Marrero López (izqda.), director del
1 comentario:
¡Genial, Maestro!
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