29 de septiembre de 2012

77 Batallas

Por Antonio José Rodríguez García


Hoy es mi día. Me encuentro en el campo de batalla. Las sinuosas dunas de Maspalomas añaden un idílico condimento a la contienda. Al frente un ejército de semejantes condiciones espera cautelosamente nuestra inicial abatida. A mi lado están mis compañeros de promoción con sus escudos en forma de conchas en honor a aquel niño que quería meter todo el agua del mar en un hoyo en la arena de quién sabe qué playa. En el pecho y protegiéndonos de todo perjuicio lucimos la cruz de San Agustín que interrogándose por misterios indescifrables le inquirió a aquel muchacho sobre la imposibilidad de su hazaña. Me parece tan lejanas aquellas miniaturas escaramuzas cuando me escondía doblado tras mis recios colegas. Empiezo a golpear mi escudo y al unísono el resto saben que formaremos un muro de piedra infranqueable e imposible de desmotivar. Justo detrás de mí está mi rey, por el que daría mi vida y que me ha otorgado que sea yo quién lance el grito eufórico del inicio del ataque. Aunque mayor y de movimientos toscos y lentos,  sabe darnos el aliento necesario para no desfallecer en la contienda. No le fallaré. Cercanamente se encuentran nuestros dos sacerdotes: uno lúcido y sincero, de movimientos rápidos y repleto de fe en ellos, el otro oscuro y aterrador a todas horas con maleficios y comentarios punzantes. Mientras el primero nos bendice desde lejos preparando su habitual triada de escuderos en un pequeño flanco, el otro ya desenvaina su espada deseando clavar su metal sin pudor ni arrepentimiento. Suenan a los flancos los bramidos de nuestros corceles. Se llaman Día y Noche. No sabría decir si son ángeles o están endemoniados. Son capaces de saltar sobre nuestras cabezas y acertar con la más mortífera coz sobre nuestro enemigo. Tan pronto aparecen por los campos más brillantes como se desvanecen en las opacas sombras. Son arietes que se sacrifican sin dudar buscando con doble objetivo ser quienes nos hipnoticen con su virilidad sin llegar a sobrecargarse en sus cometidos. También hemos construido de nuevo unas torres desde donde catapultamos tanto ardientes flechas , aceite hirviendo y rocas descomunales. Es el rey quien una vez empezada la contienda decide que flanco debemos apabullar quedando a buen recaudo de posibles contraataques. Los silbidos de las saetas, los gritos aterradores y los estruendos de impactos en tierra nos indican lo cerca de lo que nos encontramos de una muerte gloriosa o de la ansiosa victoria. En todo caso sería como llegar con nuestras torres al séptimo cielo. Y ahora os quiero hablar de nuestra gran dama de la cual confieso estar enamorado pues todo en ella es belleza y destreza. Aunque parezca mentira, tiene mejores movimientos que un hombre, siempre acude a la ayuda de la amenaza que se presente y en muchas de las lides es quien ha dado el último y definitivo golpe al monarca enemigo.
Llegó el momento. Todos me miran. Mis compañeros golpeando sus espadas me alientan a iniciar la carrera. Relinchos, rezos, olor a fuego, la reina me sonríe y el rey asiente con la cabeza … me giro y con un alarido que sale erupcionado de mis entrañas grito: e4!!!








Antonio Rodríguez (dcha.), haciendo entrega del original de "77 batallas" 
a Agustín Marrero López (izqda.),  director del

1 comentario:

M. Raluy dijo...

¡Genial, Maestro!